Confesión IV

Una confesión es, por lo general, un trozo de sueño fallecido, de deseo roto en los ojos de quien no pudo llorar. Una confesión por excelencia es la miseria anónima, un grito en la garganta del que no pudo hablar.
Una confesión es el arraigo irremediable de rastrear la mala Suerte; y después la de convertir todo en mala Suerte para no seguir buscando, para no ver al mundo cómo va directamente al desastre sin remedio. Es perseguir los orígenes de la mala Suerte, la causa última de esta gran put_da, con la secreta esperanza de que puede que así se encuentre el discernimiento, el argumento, y con ellos la solución. Pero buscar la razón en la locura es tan inútil como necesitar el odio para saber amar. Y la bondad y la absolución no se guardan en una confesión. Por eso la de hoy no lo es.
La de hoy esconde vino y rosas, la de hoy barre los cristales rotos del jarrón con una sonrisa. La confesión de hoy entiende que hay cosas que no se dominan, pero cómo dudar de que nunca llueve eternamente, cómo decirle a una bola de cristal que los sueños seguirán apareciendo, que de verdad no me importa demostrar y entender por qué las obras siguen sucediéndose aunque ella no esté en la taquilla.
Esta confesión tiene una embocadura extraña, ya no es arena en la lengua, es vino en el paladar, como a veneno en la piel.
La confesión de hoy es como el viento en Pamplona, se oye como la puerta que se abre y que se cierra, y definitivamente, huele a sudor cansado del músculo principal.
Una confesión pretende ser respuesta a una pregunta que nadie hace. Pretenden escudriñar el enrevesado destino; irónicamente pretenden esclarecer lo imposible, lo que inevitablemente ocurre con o sin instrucciones.

Y yo ya no pienso tanto. Bueno vale, sí, llevas razón. Pero hay algo a lo que últimamente ya no le doy tantas vueltas: ya sé como son las líneas de mis manos.

Buena Suerte y Hasta Luego
Posted on 03:46 by E and filed under | 0 Comments »

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