John Keats

De puntillas anduve por un pequeño monte,
daba frescor el aire y corría tan leve que los dulces capullos,
con orgullo modesto y languidez,
doblando, en una breve curva sus tallos
con las hojas escasas y abusados,
no perdieron aún la estrellada diadema
recogida del día en su primer sollozo.

Puras eran y blancas las nubes,
como ovejas trasquiladas saliendo del arroyo.
Dormían dulces en los bancales del azul;
deslizábase un estremecimiento silencioso en las hojas,
nacido del suspiro que exhalaba el silencio,
pues no se hubiera visto ni un moverse menudo
entre todas las sombras de la hierba, inclinadas.

Al ojo más voraz,
largo vagabundeo ofrecíase en torno,
entre las cosas varias:
reseguir el cristal del lejano horizonte
y descubrir las líneas de su borde, indecisas;
imaginarse raros,
caprichosos meandros del sendero del bosque,
interminable y fresco;
en los fondos umbríos y en salientes hojosos,
adivinar por dónde frescores busca el río.

Miré un poco, y tan ágil y libre me sentía
como si abanicándome las alas de Mercurio
hubiesen en mis pies retozado:
era leve mi corazón,
y muchas delicias de mis ojos me estremecían.
Púseme a hacer un ramillete de esplendores brillantes y suaves:
leche y rosa.
Una mata de flores de mayo, con abejas:
¡ah! no faltará, cierto, en los recodos dulces;
que el lozano laburno sobre ellas se vierta,
y, junto a sus raíces, altas hierbas las guarden
frescas, húmedas, verdes;
y den sombra a violetas para que al musgo prendan en la red de sus hojas.
Un seto de avellanos,
que ciñen zarzarrosas y espesa madreselva,
recogiendo la brisa en sus tronos de estío;
y también se vería el ajedrez frecuente de algún árbol muy tierno,
que, con hermanos leves y verdes,
ha brotado en caprichosos musgos, de las viejas raíces.

De John Keats
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